JACOBO SIRUELA
Editor, escritor y diseñador gráfico. Estudió Filosofía y Letras en la Universidad Autónoma de Madrid. Premio Nacional a la Mejor labor editorial concedido por el Ministerio de Cultura. En 1982, fundó a los 26 años la editorial Siruela. En 2005 deja Siruela para fundar junto a su mujer, la periodista Inka Martí, Ediciones Atalanta. Este documento corresponde al tercer capítulo de su obra El mundo bajo los párpados (2011), Girona, España: Editorial Atalanta. Fue tomado de la página Scribd.
¿Dónde estamos cuando soñamos? Parece una pregunta ociosa, pero ¿puede alguien contestarla? ¿Acaso puede alguien afirmar que conoce realmente este ámbito tan efímero, equívoco y tornadizo? Pues al soñar nunca prestamos atención al “espacio” en el que nos encontramos, y al despertar el único vestigio que conservamos de nuestras inciertas aventuras nocturnas es una vaga impresión de imágenes y vivencias más o menos adheridas a lo más leve y huidizo de nuestra memoria. Se trata, pues, de un mundo vago; de un “mundo” que nunca se ve ni se observa con la atención y el detalle con que se contemplan las cosas durante la vigilia. ¿Qué hace el soñante mientras se encuentra en la otra orilla? Se deja llevar… Nadie se detiene a observar el espacio que lo envuelve cuando sueña, ya que todo el espectáculo del cual goza o padece al estar soñando lo tiene siempre hechizado con el movimiento perpetuo de sus figuras y situaciones mutantes, sin que nadie se pare a inspeccionarlo, tal como se puede hacer al estar despierto. Como dice Gastón Bachelard: “El espacio del sueño es todo menos quietud, cualquier cosa menos reposo”.
Delimitar la metáfora de este espacio se asemeja a la descripción de la banda de Moebius, donde el haz se vuelve envés. Del mismo modo, el espacio onírico es una dimensión interior vuelta al revés; pues todo lo que vemos fuera, todo aquello que constituye el mundo que soñamos se forma y se desarrolla dentro de nuestra mente. De modo que el mundo interno se transmuta en “espacio” externo, y la exterioridad en proyección interior.
Así, en la metafórica dimensión espacial del onirismo, los “lugares” y los “objetos” no se desarrollan a partir de ninguna cualidad del tiempo exterior (como sucede en el mundo de la vigilia), sino a partir de un tiempo interior, cuyo flujo temporal se autogenera a sí mismo a medida que avanza, porque es un tiempo simulado, un tiempo que crece y se despliega desde el interior de sus propios dinamismos a través de ese mágico torrente de imágenes vivas que constituyen cada uno de los lugares por los que pasamos al soñar.
Nunca podemos detener la mirada en la íntima y cambiante dimensión espacial del sueño. No sólo porque es un espacio fluido, de incesantes metamorfosis y muy difícil observación, sino sobre todo porque el yo que observa el desarrollo del flujo onírico, aquel yo que vive las situaciones que se le aparecen a cada instante, se encuentra inmerso en este ámbito hermético, formando parte inseparable de todas las imágenes y circunstancias que sueña. De ahí que carezca de la distancia y voluntad necesarias para contemplar el sueño como objeto, como existe para nosotros en la percepción del mundo real. Allí no existe ningún dualismo, no existe ninguna distancia separadora entre el yo y el mundo interno: el mundo y el yo son lo mismo, forman una unidad indisociable. Así que se hace inaccesible vislumbrar como objeto este espacio movedizo, plagado de lugares fugaces, porque semejante probabilidad sólo sería factible si la conciencia se desgajara del mundo soñado, si el sujeto que sueña pudiera seguir soñando siendo enteramente consciente de su sueño, pues sólo la conciencia despierta sería capaz de observar y calibrar como objeto racional ese rutilante espacio esquivo y nebuloso en donde tienen lugar los sueños.
¿Pero acaso esto es posible? Digamos que solamente lo sería si existiera la posibilidad de poder explorar el espacio onírico con la conciencia despierta, del mismo modo que un espeleólogo se introduce en el ámbito de una cueva desconocida e ilumina con su linterna los lugares que más le llaman su atención. Sólo entonces sería factible el desarrollo de una nueva fenomenología: la fenomenología del espíritu mientras sueña.
Lo cierto es que hasta ahora ningún artilugio ha podido mostrarnos la vida onírica en una pantalla. No existe una tecnología tan sofisticada, y probablemente no existirá jamás. Sin embargo, si recorremos la historia de onirismo nos encontramos con la sorpresa de que los sueños han podido ser observados conscientemente por un contadísimo número de personas con un alto grado de voluntad y cualidades psíquicas. ¿Cómo llamarlos? ¿Onironautas? Lo más probable es que sean más bien pocos los lectores que hayan podido hablar de ellos, al tratarse de una rara especie cuya peculiar aventura intelectual consiste en percibir todas las figuras y lugares de la geografía onírica con el mismo grado de conciencia y claridad de percepción con que se contempla la realidad diurna mientras estamos despiertos, Naturalmente es muy legítimo pensar que todo esto no es más que otra de las fantasías de las que tanto abundan en los bazares espirituales de nuestra época. Pero no es así. Si nos tomamos el trabajo de hacer una atenta investigación histórica sobre este asunto, comprobaremos que desde edades muy tempranas y en culturas muy diferentes existen abundantes testimonios acerca de esta práctica específica de soñar. Y lo más curioso de todo es que la mayoría de ellos no proviene de gente estrafalaria o fantasiosa, como podría pensarse, sino de personas merecedoras de todo crédito intelectual.
En efecto, el primero de estos testimonios pertenece a los Tratados de Historia Natural de Aristóteles. En un pasaje de esta obra dedicado a los ensueños, el filósofo macedonio declara textualmente: “Muchas veces cuando uno está dormido, algo en nuestra alma nos indica que aquello que vemos aparecer es un sueño”. Con esta frase, Aristóteles sugiere dos cosas bastante interesantes: la primera de ellas es el nítido recuerdo que guarda de haber contemplado conscientemente el curso de sus sueños; la segunda es más sorprendente, pues da a entender que esta clase de vivencias son frecuentes en su experiencia onírica. Seguramente, la vivencia psíquica señalada por Aristóteles no era tan rara en aquella época; prueba de ello es que no constituye la única referencia que conservamos de la cultura griega sobre la lucidez onírica. Así, en la Ilíada, Zeus manda a Hipno a visitar al rey Agamenón para llevarle su mensaje, y el dios alado se le aparece en un sueño y le dice: “Duermes, hijo del guerrero Atreo…?” (Il., II, 23). Lo mismo sucede en otro pasaje en el que el alma de Patroclo hace la misma pregunta a Aquiles (Il., XXIII, 69); y también encontramos la misma escena en la Odisea, cuando la imagen onírica que envía Atenea a la paciente esposa de Ulises pronuncia las mismas palabras: “¿Duermes Penélope…?” (Od., IV, 804).
No deja de ser significativo que esta fórmula se emplee tan repetidamente para advertir al soñante que está soñando. En la época homérica se creía que las imágenes soñadas eran enviadas por los dioses a los hombres y por eso tomaban la forma de una visita hecha al durmiente, pero ¿por qué estas imágenes provenientes de la esfera divina quieren con tanta insistencia que el durmiente sea consciente de que está soñando? ¿se trata simplemente de un procedimiento retórico para llamar la atención sobre un mensaje onírico significativo o, por el contrario se refiere a una experiencia semejante a la que alude Aristóteles en su tratado?
Muchos siglos después San Agustín hará una referencia más explícita a este fenómeno y será el primero en la historia occidental en registrar un sueño de estas características de una forma detallada. Su testimonio se encuentra en una carta que el filósofo de Hipone dirige en el año 415 a un amigo y discípulo suyo, Evodio de Uzala, con la intención de proporcionar una sutil argumentación dialéctica en favor de la inmortalidad del alma. En su carta, San Agustín se refiere al sueño de otro conocido suyo llamado Gennadio, un médico que, después de haber ejercido durante décadas, decidió volver a Cartago para retirarse y morir en su ciudad natal. Cuando éste era adolescente, vivía atormentado por las dudas y el temor a la muerte. Una noche tuvo un vívido sueño de lo más significativo: un joven de agradable apariencia se acerca a él y le dice: “¡sígueme!” Gennadio, muy intrigado, le sigue por una ciudad semejante a la suya y comienza a andar por sus calles hasta que en cierto momento se detiene a escuchar una música de una armonía muy superior a todo lo que ha oído hasta entonces. Proviene de un coro cercano que se oculta tras los altos muros de una casa que tiene enfrente. Fascinado por esas dulces y envolventes cadencias, Gennadio pregunta a su acompañante acerca de esa maravilla musical. El joven le contesta que son los himnos de los bienaventurados. Después despierta y, a pesar del asombro y la exaltación que aún le embargan el ánimo, no le da más vueltas, pues a fin de cuentas sólo ha sido un sueño.
Sin embargo, la noche siguiente sucede algo aún más curioso, algo que otorga a su recuerdo onírico un mayor grado de intensidad y significación, al volver a visitar en sueños el mismo lugar y hablar con el mismo joven de la noche anterior. Pero ahora, cuando se detiene a saludarlo, le pregunta si lo reconoce. Gennadio inclina la cabeza afirmativamente, pero el joven quiere saber más: desea escuchar de sus labios dónde lo ha conocido, y Gennadio le cuenta todo lo sucedido en el último sueño. Entonces el joven pregunta si todos estos acontecimientos han ocurrido mientras estaba despierto o mientras estaba dormido. A lo cual Gennadio responde automáticamente que mientras estaba dormido, sin reparar en lo que está diciendo.
-¿Lo recuerdas bien?
-Si, lo recuerdo perfectamente.
-Pues si es como dices, entonces será cierto que viste todas estas cosas mientras estabas durmiendo…
-Sí.
-Entonces –dijo mirándole fijamente a los ojos- debo hacerte notar que también ahora, mientras estás viendo todo esto, estás dormido.
Al escuchar estas palabras, Gennadio siente cómo una sensación de extrañeza comienza a apoderarse de él. Pero el joven sigue diciendo:
-Dime, ¿dónde está ahora tu cuerpo?
-En mi cama.
-Entonces, asumes que los ojos de tu cuerpo están ahora cerrados y ciegos, ¿no es así?
-Sí.
-Pues dime entonces, ¿qué son estos ojos con los que me ves ahora?
Al margen del refinamiento dialéctico que destila este sueño, lo que nos interesa resaltar aquí es su similitud con lo percibido por Aristóteles y los avisos divinos de los poemas homéricos. Acaso el relato agustiniano sea demasiado sutil y elevado para resultar creíble como secuencia onírica, pero tal vez sus probables adornos literarios sean lo de menos y puedan pasar a un segundo plano ante su coincidencia con otros ejemplos del mismo fenómeno. En efecto, Tomás de Aquino volverá a mencionar esta misma experiencia de una forma explícita unos siglos después (Summa Theologica, 84, 8); y lo mismo hará más tarde Descartes en el tercero de sus sueños olímpicos al ponerse a interpretar conscientemente su sueño antes de haber despertado. Este fenómeno será registrado de nuevo en 1774 en el cuaderno de sueño del científico y místico sueco Emanuel Swedenborg cuando dice: “Estuve toda la noche, durante once horas seguidas, ni dormido ni despierto, en un extraño estado de trance, siendo consciente de todo lo que soñaba”.
Un siglo después, volvemos a encontrarnos con la misma experiencia en un vigoroso pasaje de El nacimiento de la tragedia: Nietzsche compara los mundo oníricos con las obras del “artista total” y ensalza el goce profundo que siente ante el hecho de poder comprender intuitivamente a esas figuras oníricas que le hablan por las noches con tanta elocuencia, sin que nada resulte innecesario ni gratuito: “en la vida suprema de esa realidad onírica, tenemos el sentimiento translúcido de su apariencia, o al menos ésta es mi experiencia” dice -¡y cuánto recuerdan sus palabras a las de Aristóteles-. Y añade: “más de uno podrá recordar, alguna vez, haber gritado a veces en los peligros y horrores de un sueño (…). ¡Es un sueño, pero quiero seguir soñándolo! Tal como me han contado algunas personas que fueron capaces de prolongar durante tres o más noches consecutivas la causalidad de un mismo sueño.
Al tenor de todos estos ejemplos, podría parecer que la consciencia onírica es una especie de predisposición especial de los filósofos, pero no es así. Fue en Asia donde el sueño lúcido alcanzó una mayor continuidad y coherencia de metas gracias a un sólido y elaborado corpus de ejercicios de carácter místico que fueron practicados en los monasterios de Tibet durante siglos. Todo lo contrario de lo que ocurrió en la cultura occidental, donde este tipo de experiencias siempre fueron vistas con cierto recelo, primero por los inquisidores que veía al diablo en cualquier manifestación onírica que escapase a su comprensión y luego, por los filósofos ilustrados que miraban con reserva cualquier experiencia interior que escapara de los márgenes fijados por el orden racionalista del mundo. En consecuencia, esta clase de onirismo solo fue cultivada de manera aislada por un puñado de personajes solitarios que se aventuraron a explorar contracorriente los parajes más desconocidos de la psique.
¿Qué es exactamente este estado de sueño en el cual se puede despertar la consciencia dormida? Se trata de un estado intermedio entre el sueño y la vigilia. No un estado alucinatorio pues quien lo alcanza no está semidespierto sino profundamente dormido. Quien logra despertar a este estado no solo sabe que está soñando mientras duerme sino que además conserva la facultad de razonar y la disposición de la voluntad y la memoria de un modo bastante similar a la vigilia. Esto puede durar unos primorosos segundos, como han hecho algunos aventajados practicantes, prolongarse durante lapsos intermitentes que alcanzan desde algunos minutos hasta varias horas de duración; algunos, muy pocos, han llegado a repetir esta experiencia varias veces casi todas las noches.
Durante muchos años, el mundo científico se negó a admitir la existencia del sueño consciente; los relatos que ofrecieron de primera mano algunos onironautas siempre se tomaron por falaces fantasías. Como la tecnología del siglo XIX y parte del XX era incapaz de da una prueba definitiva que demostrara este fenómeno, se dictaminó que todas estas personas creían estar soñando despiertas cuando en realidad no estaban dormidas sino en un estado semiconsciente intermedio entre la consciencia y el sueño. Hubo que esperar a la aparición de la electroencefalografía para poder demostrar, “de una manera científica”, que todo lo dicho por ese solitario puñado de onironautas era cierto.
Pero, ¿de qué clase de consciencia estamos hablando? Algunos autores han dicho que en ese estado se logra la misma lucidez de la vigilia. Sin embargo, esta hipótesis ha de encerrar necesariamente una ambigüedad que no nos salva de la incertidumbre. ¿Cómo puede hablarse de un mismo grado de consciencia si se sueña en un estado modificado de consciencia? Los soñadores lucidos saben por experiencia que esta lucidez onírica es distinta a la consciencia de vigilia. Sencillamente, tiene otra cualidad. Cuando en el sueño lúdico se piensa en el estado de la mente durante la vigilia, éste es reconocido como un estado más de la conciencia, pero no como el único estado en el que ésta se manifiesta. La consciencia se estructura a partir de diferentes grados de lucidez.
El hecho de que puedan asumir distintas formas de consciencias –cada una consciente de sí misma – plantea nuevos interrogantes sobre su naturaleza. Y no sólo sobre el estado de consciencia como tal; también sobre lo que se ha denominado insconsciente, pues desde el momento en el que la conciencia puede florecer dentro del ámbito no consciente de la mente, esta designación genérica se convierte en un término reductor; porque el territorio de la conciencia se ensancha; sus límites se vuelven ambiguos y, en cierta manera, ilusorios , desde el momento en que la experiencia del sueño l{ucido nos recela de un modo axiomático que aquello que en la vigilia denominamos consciencia no se reduce al fenómeno que identificamos con nuestro yo racional diurno, sino a un ámbito mucho más complejo y con más niveles fenomenológicos. La consciencia es algo mucho más amplio que todo aquello de lo que es consciente nuestro yo. Ésta fue la intuición que tuvieron los místicos a partir de su experiencia interior con lo absoluto. El sueño lúcido no llega tan lejos, no rebasa las fronteras del yo, pero es una capacidad, casi inexplorada, que os permite ver con toda su potencia sensual e imaginativa cómo actúa el fenómeno de la consciencia en su propia dimensión íntima. Pero este despertar de la mente dormida no podrá asimilarse plenamente si nos quedamos prendidos en las redes abstractas del discurso teórico. La única manera de llegar a conocer esta particular fenomenología es experimentarla por uno mismo, o, en su defecto, prestando atención a los pocos testimonios de primera mano de que disonemos, pues sólo ellos nos permiten entender n toda su extensión cómo se comporta la mente en su propio espacio interior.
II
Gradualmente, todo mi repertorio de sueños pasó frente a mí. Y pude observar estos sueños con bastante conciencia, pude ver cómo se creaban y pasaban de uno a otro y entender su mecanismo.
P.D. Ouspenski, A New Model of the Universe (1931)
El mismo año en que Freud publicaba en Viena La interpretación de los sueños, Piotr Demiánovich Ouspenski (1878 – 1947) decidió, con veintidós años, dedicar parte de su tiempo a la sistemática observación del onirismo. Todo su esfuerzo se aplicaba a aprender a despertar en el sueño para poder descifrar los secretos del estado onírico. Perseverante con su anhelo Ouspenski practicó durante muchas noches unos ejercicios de concentración mental que tenían por objeto provocarse un “estado de semi-sueño”. Deseaba alcanzar el conocimiento y dominio de esta forma particular de consciencia –tan inherente al budismo–, con la esperanza de que un día todos sus esfuerzos se vieran recompensados con la apertura a un nivel superior de lucidez. Como Gurdjieff, su maestro, o Madame Blavastky, en el siglo XIX, Ouspenski se convirtió en una de las figuras más carismáticas del esoterismo del siglo XX, tan interesado como ellos en adaptar unas antiguas prácticas asiáticas al lenguaje y la cultura de su tiempo. En A New Model of the Universe (escrito en 1914) encontramos una descripción de cuál era el carácter de sus experimentos oníricos. En este libro –bastante leído por cierto durante los años treinta y cuarenta del siglo pasado– refiere como logró despertar por primera vez mientras dormía. Se encontraba en el interior de una gran habitación vacía. Un gatito negro maullaba a unos cuantos metros de sus pies. Todo era tan real que se dijo: “estoy soñando ¿pero cómo puedo saber si verdaderamente estoy dormido o no? Y pensó: “vamos a intentarlo de esta manera; convirtamos este gatito negro en un gran perro blanco; en estado de vigilia, una cosa así sería imposible de creer mas si ahora funciona quiere decir que estoy verdaderamente dormido y estoy soñando. Súbitamente, el gatito negro se transformó en un enorme perro blanco. Al mismo tiempo, la pared que tenía en frente comenzó a desvanecerse lentamente mientras iba transparentándose una gran montaña rocosa con un río caudaloso que se perdía en la distancia. ¡Qué curioso! –Pensé. No he ordenado la aparición de este paisaje. ¿De dónde habrá salido? Y un recuerdo medio desvaído comenzó a removerse en mi interior, el recuerdo de haber visto ya ese paisaje en otra parte, y la sensación de la existencia de una íntima conexión entre el paisaje y el perro blanco. Pero, de pronto, entendí con toda claridad que si me dejaba llevar por ese vago recuerdo me olvidaría de lo más importante que debía recordar: ¡que estoy durmiendo y soy consciente de mí mismo!
Estas experiencias demostraban a Ouspenski que los sueños son tan delicados que “no soportan la observación”. La observación los transforma. Al comparar sus visiones nocturnas y analizarlas, comprobó que los sueños producían profundas mutaciones siguiendo los dictados de la voluntad. En este sentido, es interesante observar cómo tan sólo dos décadas más tarde, las investigaciones de la física cuántica, hallarían en las partículas microscópicas la misma ley, esta vez aplicada a la realidad subatómica, al descubrir que el observador transforma lo observado; o dicho de otro modo: que no se puede observar ningún fenómeno subatómico sin alterarlo.
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