He escogido, entre las ochocientas páginas del diario que llevé de 1965 hasta 1989, ciertas escenas selectas de Mi Mundo Propio. Es en algún sentido una autobiografía, comenzando en la felicidad y terminando en la muerte, de la vida algo extravagante que he llevado durante el último tercio de este siglo (las guerras descriptas corresponden a los años sesenta, no a los cuarenta), pero ningún biógrafo querría usarla, a pesar de que por pura satisfacción personal a veces incluyo la fecha exacta en que algún hecho o encuentro inusuales tuvieron lugar.
Es por ello que mi intención originaria fue comenzar con el inesperado encuentro que tuve con Henry James en un barco fluvial en Bolivia durante la primavera de 1988. Pero debí alterar mis planes cuando en enero de 1989 experimenté, por primera vez en los veinte años en que llevo un registro sobre Mi Mundo Propio, la felicidad. Los grandes nombres son legión en este mundo mío, pero de la verdadera, inexplicable felicidad, sólo he registrado esta experiencia.
Muchas veces se ha dicho que el opio puede ayudar a abrir las puertas cerradas de este Mundo, pero no ha sido así en mi experiencia. En los años cincuenta, cuando fumaba opio en Vietnam y Malasia, estaba muy ocupado llevando un diario de los hechos violentos del Mundo Común, pero sólo tengo el recuerdo de un evento singular en Mi Mundo Propio, singular por remitirse a un pasado muy lejano, nada menos que el año 1 d.C.
Vivía entonces no lejos de Belén, y decidí bajar hasta el pequeño poblado para visitar un burdel que conocía, llevando una moneda de oro con la que pagaría a la chica de mi elección. En la entrada del pueblo me encontré con un extraño espectáculo: un grupo de hombres de vestimenta oriental hacía reverencias y ofrendaba presentes. ¿A qué? A una pared desnuda. No había nadie que recibiera los regalos y contestara los saludos. Me quedé un buen rato observando la curiosa escena y luego algo, no sé qué, me indujo a arrojar la moneda de oro contra la pared y marcharme.
En el Mundo Propio el tiempo puede transcurrir lentamente o con extrema rapidez. En este caso los siglos pasaron frente a mí como un flash y me encontré acostado en la cama leyendo en el Nuevo Testamento la historia de cómo algunos reyes orientales llegaron al establo de Belén y me di cuenta de que ésa era la escena que había presenciado. Y lo primero que pensé fue: Bien, parece que fui a Belén a darle una moneda a una mujer y eso fue exactamente lo que hice, aunque no haya visto más que una pared desnuda.
La imaginación corre en el Mundo Propio por carriles muy distintos a los del Mundo Común. Robert Louis Stevenson le comentó a un entrevistador sobre el extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde: Una vez estaba muy corto de dinero y sentí que era tiempo de hacer algo al respecto. Pensé y pensé, esforzándome por encontrar un tema para un relato. Esa noche lo soñé, lo recibí como un regalo, aunque eso de soñar historias ya se me había hecho costumbre. No hace mucho soñé la historia de Olalla, y tengo en este momento otras dos historias aún no escritas que he soñado.
Olalla es un cuento injustamente olvidado de Stevenson que guarda cierta similitud profunda con el Dr. Jekyll. Es un cuento que pertenece mucho más a su Mundo Propio que a la España donde supuestamente sucede, así como en el Londres de Dr. Jekyll parece que recorriéramos más bien las calles de Edimburgo o de alguna otra ciudad del mundo privado de Stevenson.
Lo raro es que el autor, cuando se encuentra en el Mundo Común, se siente un extraño en su Mundo Propio, y Stevenson se hallaba perdido y confundido en su propio cuento. En una carta escribió: El problema con Olalla es que suena falso... el problema es: ¿qué hace verdadero un relato? Markheim es verdadero: Olalla, falso, y no sé por qué. Una duda que lo llevó, en el caso de Dr. Jekyll, a arrojar la primera versión al fuego.
Algunos de mis relatos provienen de recuerdos de Mi Mundo Propio. En Sueño de tierra extraña anoté mis experiencias en las que yo era un leproso de ese Mundo que busca tratamiento en Suecia. Solamente le fue agregado el sonido del disparo con el cual concluye la historia. En otro cuento, Las raíces del mal, que transcurre en la Alemania del siglo XIX, decidí, con una divertida sonrisa, no cambiar nada al despertar de Mi Mundo Propio al Mundo Común.
Existe otro aspecto de lo que llamamos sueños, expresado de manera muy interesante por J. W. Dunne en su libro Experimento con el tiempo. Según él, éstos contienen retazos no sólo del pasado sino también del futuro. Ya he escrito acerca de un sueño sobre un naufragio que tuve a los siete años, la misma noche en que se hundió el Titanic, y cómo nueve años después fui testigo presencial de un terrible naufragio en el mar de Irlanda. Mientras hojeo el extenso registro de mis sueños me encuentro una y otra vez con incidentes que han ocurrido en el Mundo Común pocos días después del sueño. Son muy triviales para incluirlos, pero me confirman que Dunne estaba en lo cierto.
Por su carácter insólito, mi absolutamente inesperado encuentro con Henry James en Mi Mundo Propio amerita encabezar al menos el segundo capítulo, titulado Algunos escritores famosos que he conocido. A diferencia del biógrafo, no me veo necesitado de seguir con rigor las huellas de los años, y mi encuentro anterior con el papa Juan Pablo II en un cuarto de hotel resulta de poca importancia si se lo compara con mi más reciente encuentro con Henry James. (Y estoy seguro de que nada bueno hubiera resultado para mí o para el Papa si lo hubiera despertado. No estábamos hechos para caernos bien.)
Algunos podrán sorprenderse de que no haya en este registro referencias al aspecto erótico de mi vida: el motivo es que no deseo involucrar en Mi Mundo Propio a quienes amé, algo que empero no tengo la facultad de censurar a biógrafos y a periodistas que escriben sobre ellos en el Mundo Común. También faltan las pesadillas. Hay guerras y peligro en cantidad, pero nada sobre la bruja que acechaba en el pasillo que conducía al cuarto de los niños de mi casa cuando era pequeño, hasta que finalmente me di vuelta para enfrentarla y desapareció para siempre. Vietnam y Haití son los lugares de Mi Mundo Propio donde he sentido miedo, pero nunca terror, nunca la pesadilla. Quizá siempre hubo una dosis de aventura y una especie de placer en mi propio miedo, tanto en el Mundo Común como en Mi Mundo Propio.
El 28 de abril de 1988 me encontraba viajando hacia Bogotá por un río bastante desagradable en compañía de Henry James. El barco zarpaba después de la medianoche y tuvimos que atravesar el muelle en la más completa oscuridad, acarreando nuestro equipaje de mano. De no ser por la determinación que mostraba el gran autor y mi admiración por su obra, no hubiera seguido adelante. Para peor, el vozarrón de un oficial, invisible en la oscuridad, no paraba de amenazar. Quienes intenten subir a bordo sin sus boletos serán multados en mil dólares. En medio del gentío que se agolpaba era imposible mostrarlos. No había donde sentarse, y a duras penas pudimos apretujarnos en un pasillo atestado de gente, sobre todo de mujeres, pero en ningún momento Henry James se quejó. En algún punto del trayecto el barco se detuvo unos minutos para que bajaran algunos pasajeros y le insistí a James en que aprovecháramos la oportunidad para escapar. No quiso saber nada. Debemos seguir hasta el final. Por razones científicas, dijo.
En noviembre de 1983 conocí a Jean Cocteau en una fiesta y fue para mí una grata sorpresa. Le dije con absoluta franqueza que había imaginado que sus ojos serían fríos, pero que en cambio resultaron ser comprensivos, hasta afectuosos. Su novio apareció más tarde, completamente borracho. Hablando con Ford Madox, quise expresar mi admiración por uno de sus libros, que trataba sobre la Guerra Civil Española. Dijo que jamás había escrito tal libro. Incapaz de recordar el título, acudí a mi biblioteca en busca de otro libro suyo que tuviera una lista de sus obras. Hallé sólo dos volúmenes en la edición de Bodley Head, uno de ellos un libro de ensayos que nunca había visto antes y que no contenía el listado que buscaba. De repente (estuve varias veces a punto de decir Por quién doblan las... pero me contuve) lo encontré: Algunos no lo hacen.
Dimos un muy agradable paseo por el campo. Me contó una leyenda acerca de la Santa Virgen, quien parada sobre una colina se había inclinado para sacar del río que bordeábamos a un hombre que se ahogaba a siete millas de distancia. -Pero si acá no hay colinas- comenté. -Parece. Tienes que mirar bien. Del molino a la esclusa hay una perceptible inclinación, me contestó. Me habían hablado acerca de la cuidadora de la esclusa: una gran cocinera, con gran conocimiento de la historia local, que había legado a sus hijos.
Cruzamos un campo. Me puse nervioso a causa de los dos toros, uno enorme, el otro joven y muy interesado en nuestros movimientos que se encontraban en él. Me fui arrimando al camino y, al mirar atrás, noté que el toro joven estaba montado sobre los hombros de Ford. El no parecía estar molesto.
En la esclusa me detuve a esperarlo. Había olor a comida y la cuidadora hablaba con una vecina. La esclusa estaba a la entrada de un pequeño pueblo. Ford se me unió. La mujer nos recomendó probar la sopa y el pescado. Decidimos ir hasta el pueblo a comprar una botella de vino. Ella ofreció mandar a su hijo, quien vestía una especie de mandil que lo hacía parecer un trabajador rural de antaño, pero insistimos en ir personalmente. Ya en camino, Ford comentó: ¿Has notado que a los hombres no les gusta usar nada por debajo de la rodilla?
Recuerdo haber tenido una discusión con Sartre. Había hecho una lista con las preguntas que quería hacerle e intenté ser muy preciso. Me disculpé por las falencias de mi francés, que me impedían ser todo lo preciso que hubiera deseado, a lo que Sartre respondió amigablemente: Usted habla muy bien el francés, pero no entiendo una palabra de lo que está diciendo.
Luego, se refirió amablemente a uno de mis libros, publicado en Francia por Robert Laffont, titulado El origen de Brighton Rock. Era la reproducción de un manuscrito infantil, en tinta marrón, de un relato con animales como personajes, ilustrado por Beatriz Potter. Sartre mostró gran admiración por los dibujos, pero sobre mi escritura, nada.
A pesar de la invasión a Hungría, siempre sentí algo de afecto por Kruschev en el Mundo Común. Pienso que negoció bien con John F. Kennedy en la crisis cubana: no más invasiones a cambio de no dar a los cubanos armas nucleares defensivas, que de todos modos no habrían llegado más lejos que Miami. Me gustó la manera en que pateó la mesa en una reunión de las Naciones Unidas. Mi afecto puede deberse también a los encuentros que tuvimos, entre 1964 y 1965, en Mi Mundo Propio.
El primero fue en el Savoy, con un grupo de rusos que incluía al señor Tchaikovsky, el editor de la revista Foreign Literature, a quien yo conocía del Mundo Común. A Kruschev se lo veía saludable, relajado y de buen humor, y cuando dos de su grupo se trenzaron en una discusión, él simplemente se divirtió. Hablamos sobre el financiamiento de películas en Inglaterra y de la mala influencia de los distribuidores. Cuando comenté que ellos no tenían esos problemas, Kruschev contestó que en Rusia las películas en las que se gastaba de más podían sufrir hasta seis meses de demora esperando que se levantaran las trabas burocráticas al presupuesto. Fue muy amable y me invitó a almorzar al día siguiente.
En la siguiente ocasión cenamos codo a codo (no recuerdo cómo fue el almuerzo) y no me dirigió la palabra hasta el final, cuando comentó que casi no había probado el pollo.-Mejor para los empleados de la cocina -dije-. Seguramente un marxista cree en la caridad.-No en la variante vaticana -contestó con una sonrisa.
Probablemente el recuerdo de esa conversación permaneció con él hasta nuestra siguiente cena, un viernes. Yo comía carne y echándole un vistazo a mi plato comentó: -¿Carne en viernes? Lo creía católico.
En nuestro último encuentro se estaba ocupando personalmente de las visas para la Unión Soviética. Notó que bajo profesión yo había puesto escritor y expresó sus deseos de que yo escribiera sobre su país. Advertí lo claros y azules que eran sus ojos, y al unirme a mi grupo comenté:-De cerca su rostro es hermoso, como el de un santo.
Mi opinión, descubrí más tarde, no reflejaba la de la mayoría moscovita. Yo estaba cerca del Kremlin, donde se había levantado un podio, y esperaba la llegada de los líderes junto a la multitud. Un hombre joven comenzó a arengar a la gente desde otro podio. Se burlaba de Kruschev, imitando su actuación en una reunión internacional en la cual el mandatario había sacado rublos de sus bolsillos y los había arrojado al aire para mostrar su inutilidad.
Resulta extraño, pero a veces Mi Mundo Propio sufre las influencias del mundo que compartimos. J. W. Dunne en su Experimento con el tiempo habría dicho que cuando vi en Kruschev el rostro de un santo (de un muerto) estaba teniendo un presentimiento sobre su destitución, de la cual me enteré el 15 de octubre de 1964, durante la transmisión de la noche de elecciones, en el Savoy, el mismo lugar de Mi Mundo Propio en el cual habíamos cenado nueve días atrás.
El trabajo del escritor. La escritura sólo representa una pequeña parte en Mi Mundo Propio. Una vez se me ocurrió una idea para un cuento breve titulado La geografía de la conciencia acerca de una mujer en Canadá, de origen irlandés y católica, a punto de reunirse con su marido en Italia. Llamó por teléfono a su obispo para pedirle el permiso para usar píldoras anticonceptivas y tomó una cuando éste le contestó que siguiera los dictados de su conciencia. Pero cuando estaba en Roma el clima moral era diferente y se sintió mal por lo que había hecho. Iba a escribirlo en tono de comedia en cuanto le encontrara otra vuelta al asunto de la conciencia geográfica. Me sigue pareciendo una buena idea, pero el Mundo Común jamás me proporcionó esa otra vuelta.
También me surgió una idea para una novela que estaría situada en un antiguo caserón en ruinas, y en el relato pasaríamos constantemente de un cuarto a otro sin entrar nunca en el desván, hasta que el lector se preguntara qué era lo que había allí. Recién el último capítulo nos abriría sus puertas y lo encontraríamos cubierto de trozos de diarios viejos, que unidos nos revelarían de qué trataba la no vela.
Apenas los párrafos iniciales del relato lograron pasar al Mundo Común. Probablemente nadie, excepto yo, se habría sentido complacido con el departamento amueblado que había decidido comprar. Pero tan pronto como el ascensor me llevó al piso superior y vi las rajaduras de la puerta, tuve la impresión de que el departamento me estuviera tendiendo la mano para darme la bienvenida, diciéndome con una voz que crujía tanto como él: Qué bueno verte de nuevo!.
Mis pocos amigos no podían comprender este nuevo afecto que yo sentía. Todo lo que veían era el estado ruinoso de mi nueva morada: las bisagras faltantes, las rajaduras del cielo raso, la pileta que perdía, el radiador que no calentaba. No me preocupaba demasiado el estado de la cocina, ya que la mayoría de las comidas que me habían gustado de chico se conseguían ahora enlatadas. Todavía recuerdo mi primera noche allí y el sueño que tuve. Estaba, como todos los sueños, lleno de lagunas, pasajes que la mente no alcanzó a retener. A veces me pregunto si la memoria no es un misericordioso censor, de modo que hasta la pesadilla queda despojada del terror cuando abrimos los ojos.
Al igual que en el Mundo Común, escribir en Mi Mundo Propio puede tener a veces un lado de pesadilla. El 3 de mayo de 1983 empecé a revisar una copia de mi libro Conociendo al general. Me resultó espantoso, lleno de oraciones largas y divagantes que no llevaban a ninguna parte.
La noche siguiente estaba trabajando en mi novela Monseñor Quijote y advertí que una extensa sección resultaba aburrida. Decidí amputarla, pero eso implicaría cambiar por completo el final, donde monseñor moría. ¿Y de qué otra manera podía terminar?
En junio de 1965 estaba participando en los ensayos de una obra, adaptada por mí a partir de una traducción bastante mala. Mi experiencia como actor y director no era muy distinta a la que había tenido en el Mundo No Propio, mientras trabajaba en Esculpiendo una estatua. Peter Wood volvía a dirigir y Ralph Richardson a tener el papel protagónico, aportando su habitual falsa y exagerada bonhomía y su hábito de imponerse a los demás. Insistía en volver todo el tiempo a la vieja traducción literal, la que yo había cambiado, y había hecho sus propias marcas en el texto, que él me impedía ver. Un momento particularmente arrogante fue cuando se calzó su fluorescente sombrero eduardiano que brillaba en la oscuridad. Cada vez estaba más enojado y aburrido con todo ese asunto y le dije a Wood que la parte de Richardson como detective estaba muy mal traducida. No estuvo de acuerdo, y me di cuenta de que él y Richardson habían decidido prescindir de mi adaptación, así que le anuncié que en dos días me iba al sur de Francia. Nadie protestó y me vi obligado a repetir. En dos días, felizmente, voy a estar en el Colombe d’Or de St.-Paul-de-Vence, almorzando.
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